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Estar con gripe se parece mucho a ir disfrazado de morsa en Carnavales: la nariz con dos velas colgantes de papel enrollado frenan el torrente de mocos que cae sistemáticamente por efecto de la gravedad; la cara hinchada, cerúlea y brillante por el sudor y la fiebre y las piernas cubiertas por la manta de sofá que se utiliza en invierno cuando las temperaturas caen por debajo de los límites. Un espectáculo bochornoso, lamentable y triste que se se prodiga en el tiempo y cuyos accesorios van cayendo como piezas de un Potato: el papel de la nariz cuando frena la congestión; la manta cuando cede la fiebre; la hinchazón cuando recuperas la salud.
La gripe apareció por casa sin tocar a la puerta, se instaló con su cepillo de dientes junto al mío y me arropó cada noche durante ocho largos días con sus dedos tentaculares y sus abrazos calentitos haciéndome soñar con habitaciones que cambian de tamaño; obligándome a tiritar de frío y a sudar de calor; haciéndome toser esputando masas viscosas a todas horas.
En algún momento del proceso de curación algo se complicó y lo que debería haber sido pasar unos días enfermo se alargó demasiado. Ochos días con fiebre, tos y mocos le pareció extraño a la doctora, que me mandó de urgencia al hospital con un volante que decía: ‘Se solicita prueba para descartar neumonía’. Mientras, en casa, me sentía inválido, incapaz de superar por mí mismo una enfermedad común. La gripe me hacía sentir mayor, débil. A mí, que tomaba vitamina C, D, magnesio y hacía deporte de fuerza tres o cuatro días por semana. No entendía nada. ¿Acaso no son estas las claves de la longevidad? ¿No es esto lo que los médicos mandan a sus pacientes para lograr no enfermar o superar dichas enfermedades sin dramas?
Pues ahí estaba yo, embotado y lúcido por las mañanas; febril y abatido a partir del medio día. Día tras día. Noche tras noche.
La radiografía descartó la neumonía y no arrojó luz acerca de qué podía estar pasando. La doctora de urgencias escribió ‘Infección respiratoria aguda del tracto inferior no especificada’ en el informe y me recetó Zinnat 500mg (un antibiótico de amplio espectro) que eliminó mi fiebre al partir del segundo día de tratamiento.
El cepillo de dientes desapareció y los tentáculos de la enfermedad dejaron de abrazarme por las noches.
Recuperaba mi vida, el ánimo, la cabeza despejada.
Recuperé mis vacaciones.
Cogimos el coche y seguimos el plan establecido: Santurtzi (Bilbao).
Pasé de cero pasos al día durante diez días a 23.000 pasos al día durante cuatro días; se me pusieron unos gemelos como sandías maduras y haber comprado unas zapatillas nuevas justo antes del viaje me dejó los dedos de los pies peor que los de un futbolista que patea pelotas de piedra.
Las vacaciones terminan y vuelve la rutina, el trabajo, los entrenamientos… en definitiva, vuelve la vida natural, la que es predeciblemente maravillosa, la vida que viví antes de la enfermedad y a la que agradezco —infinitamente— poder volver.
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