No vi venir el ictus de mi madre.
Llevaba dos años en la universidad y mi vida cambió en menos de un minuto: el tiempo que tardó el trombo en destruir parte del hemisferio derecho de su cerebro.
Tenía 42 años. Mi edad.
En mi cabeza hay bruma, hay miedo, hay subidas y bajadas rápidas por las escaleras hasta la habitación donde dormía. Hay médicos de urgencias que me miran con mala cara. Hay urgencia en las caras. Hay una ambulancia. Hay gente que entra y sale. Hay prisa. Hay una UCI.
No hay lágrimas. No salieron. Cuando el miedo te atenaza, te aprieta tanto que te ahoga, no queda espacio.
Hubo bajas, hubo que pedir excedencia laboral, hubo que contratar a una persona que ayudara. La vida, tal y como la conocía, se paró en seco.
El estruendo de un rayo cayendo a mis pies, rompiéndome los tímpanos y dejando el soniquete de un tinnitus echando raíces en el oído.
Hubo viajes a un hospital de rehabilitación, hubo noches en habitaciones compartidas, hubo salidas con muleta, hubo bocas torcidas y brazos agarrotados. Hubo tristeza en sus ojos, hubo preguntas sin respuesta, palabras pesadas movidas por vientos densos, pegajosos.
La familia no volvió a ser la misma. Mi abuela enfermó rápido y murió más rápido todavía. Todo se rompía.
Hubo sacrificio, hubo más hospitales, hubo patologías asociadas. Cuando todo se estabilizaba, una caída, una nueva fiebre, un nuevo traspiés. No te distraigas. No descanses.
Vigila. Vigilia.
Aceptamos las cartas. Jugamos la partida. Ella se quedaba sin fichas.
Nadie vio venir el ictus de mi madre.
061
A ver si algún día tengo fuerzas para contar lo de este verano. Me ha encantado el post
Me imagino lo que habrás pasado. Es increíble cómo cambia la perspectiva de la vida en esos momentos...